lunes, 30 de mayo de 2011

Violencia y trauma: Hacia un enfoque de acciones psicoterapéuticas en el vínculo social. Por: a Dr en Psic. Francisco Landa Reyes Lic. Liliana García Cabrera



RESUMEN

En este capítulo se plantea una propuesta que plantea la necesidad de delinear nuevas líneas de trabajo en la atención institucional a quienes han padecido un trauma por violencia. Estas líneas incluyen: a) Un replanteamiento crítico de algunas aproximaciones desde el campo de los Derechos Humanos, como el uso del término víctima y algunas consecuencias en el campo terapéutico del concepto violencia de género; b) La propuesta de cuatro directrices de trabajo psicoterapéutico que permitirían la confluencia entre diversas corrientes y disciplinas; y c) El establecimiento de un encuadre que sitúe las acciones terapéuticas en un enfoque de cuidado colectivo del vínculo social. Estas líneas se proponen como una invitación a generar lazos interdisciplinarios e interinstitucionales donde sea posible propiciar la discusión, compartir experiencias y generar conocimiento, como una forma de contribuir desde nuestras prácticas a la reconfiguración del vínculo social frente a la violencia y sus efectos.

Violencia, trauma y sociedad.

“Un trauma se define por la imposibilidad del sujeto humano de asimilar los efectos producidos por un encuentro violento, ya sea debido a su fuerza, inesperabilidad o reiteración”. Esta definición básica es clara pero insuficiente pues deja de lado un aspecto fundamental: lo que en realidad hace traumático al trauma, si nos permiten la expresión, es cómo la estructura de significación proveída por el contexto socioafectivo de la persona puede no colaborar al proceso de asimilación del evento traumático. Esto cobra particular relevancia cuando hablamos del trauma asociado a la violencia ejercida por otros seres humanos: allí tenemos como elemento fundamental el que algún enunciado fundamental de una comunidad, que le brinda cohesión (trátese de un ideal, un mandamiento, un supuesto de confianza) es traicionado por una acción transgresora que derrumba el sentido mismo del vínculo entre los participantes de esa comunidad. De esta manera, el riesgo básico es que la dificultad colectiva para asimilar el trauma ocurrido a un sujeto, reconociendo lo sucedido y otorgándole un espacio en las representaciones simbólicas de esa comunidad, se convierta en una diificultad también para re-conocer a ese sujeto tras lo ocurrido y regenerar para él un lugar en el vínculo, el mismo que a su vez deberá ser reformulado en su estructura.
De este modo, la forma como el tejido social pueda sostener al sujeto que ha caído en el sufrimiento pasivo del trauma por violencia resulta crucial para su devenir en el tiempo futuro.
Esto abre el espacio para la pregunta sobre la forma en que cada colectividad en su estructura permite o no la asimilación traumática. Siguiendo las formulaciones de Davoine y Gaudillière1, así como la propuesta de Rodulfo2, podemos decir que existen dos polaridades de configuraciones simbólico-sociales que presentan el riesgo de un quiebre estructural al momento de sufrir un colapso traumático: En primer lugar están aquellas con una excesiva tensión entre sus elementos significantes, así como una sobre estimación de los ideales; se trataría por ejemplo de una sociedad demasiado apegada a un sistema de tradiciones y valores inamovibles, dogmática e inflexible. Allí, el trauma suele ser colocado como un secreto, una vergüenza inasimilable y culposa. En segundo lugar, encontraríamos a las colectividades cuyas representaciones ideales colectivas están en crisis aguda, lo que genera una atomización social, así como una discursividad nihilista en la que cada sujeto guia sus acciones por sus propias creencias, desarticuladas del lazo y tendientes a la autojustificación. En éstas, el trauma por violencia tiende a ser banalizado o integrado a una normalidad que anula la capacidad de asombro ante lo terrible.
Ambos polos definen características que coexisten en nuestra sociedad, que está dejando atrás las formas tradicionales que la definieron por siglos, pero se encuentra ya en plena entrada a la hipermodernidad al formar parte de una civilización globalizada al estilo occidental. Esta convivencia de formas de tejido social, está siendo ampliamente discutida por pensadores bajo el concepto en debate de posmodernidad3, y hace en nuestro tiempo muy complicado el análisis de los fenómenos sociológicos, pues nos obliga a contextualizar los casos a los que nos referimos. Para ser más claros, en nuestro tiempo podemos a la vez encontrarnos con violencia traumática ocurrida en grupos y comunidades urbanos y rurales, profundamente religiosos, adheridos a sectas, migrantes, afectados por la estructura de los grupos de delincuencia organizada, familias en transición de modelos autoritarios a otros más horizontales y recompuestos en su estructura, grupos que se encuentran redefiniendo la relación entre su elección sexual y su posición social, etcétera. Al ocurrir en ellos eventos traumáticos, la consideración de sus determinaciones multifactoriales nos obliga a un análisis detallado de cada caso, y cómo de acuerdo a esas determinaciones ese tejido social y familiar está o no en condiciones de soportar a un sujeto caído en situación de víctima de un trauma por violencia.
Pero en todo caso, más allá de esta complejidad, nuestra mirada debe enfocarse en el núcleo del problema que nos atañe al estar concernidos como agentes que intervienen en la problemática: se trata de ubicar la necesidad, en cada caso y contexto, de contar con la posibilidad de que el sujeto traumatizado, en compañía de su red social, tenga las herramientas para representar-pensar aquello que le ha ocurrido, y a través de ello recuperar un lugar identitario a partir del cual pueda representarse a sí mismo en la red social e insertar de nuevo en ella su deseo, su palabra, su trabajo, su capacidad de amar, que es lo que le provee de un rostro y un cuerpo que le permite transitar en el lazo social.
En contraparte, el trauma por violencia nos enfrenta a la pregunta: ¿Quién es alguien cuando no es una persona, un sujeto con un rostro y una palabra? Alguien sometido a la privación de su libertad, de su voz, su salud, su posibilidad de pensar y decidir, está situado en ese lugar de no-sujeto.
La violencia, en su poder de pasivización extrema, hace caer al sujeto en ese sitio de anulación subjetiva en el instante traumático. Así, la recuperación de su subjetividad se impone como un proceso necesario que el sujeto no puede enfrentar solo.
La noción de víctima define el lugar en el que la violencia traumática hace cautivo al sujeto. Por ello, representa solo un término de paso que debe dar lugar al de sujeto recuperado cuanto antes, a riesgo de encasillarlo en un lugar social definido por no poder abandonar el lastre del trauma. Discutiremos más abajo las implicaciones éticas de esta nominación.


Derechos Humanos, psicoterapéutica, vínculo social

¿Qué en el tejido social puede garantizar, para quien ha padecido un evento traumático por violencia, que su retorno a la condición de inclusión social, con un rostro y una palabra es posible? Hemos aludido arriba a que ciertas configuraciones de vínculo en las colectividades pueden resultar menos propicias para la recuperación post-traumática. Ahora añadiremos una idea más a este desarrollo.
El evento violento trae aparejada en su lógica la caída de la confianza fundamental en el otro. Quien ha padecido una situación de este tipo sabe que el efecto pánico es consecuencia común: el enemigo puede estar en todos lugares, en todo momento. La confianza en un Otro que puede tomar la figura de Dios, el destino, la Humanidad, la nación, se derrumba. Como consecuencia de esto, el sentido, como posibilidad de dotar de consistencia a los actos cotidianos al estar direccionados hacia referentes compartidos, cae también. Si a esto añadimos el atrapamiento neurofisiológico en la repetición recurrente de sensaciones traumáticas no enmarcadas, tenemos a un sujeto imposibilitado de dar pasos consecutivos que lo vuelvan a incluir en la lógica del vínculo erótico4.
En ese momento, es fundamental pensar que aquellos que acompañan al sujeto caído por la violencia puedan proveerle de múltiples posibilidades de reanudamiento de actos, rutinas, seguridades afectivas, palabras que le permitan incorporarse a la lógica del sentido.
Pero hay aquí un punto crucial: en el momento post-traumático se requiere, en término analíticos, ubicar qué o quién en el tejido social puede fungir como punto de referencia para volver a levantar el sentido a partir de la confianza básica en una entidad cohesionante de lo colectivamente asumido.
A este respecto, el discurso de los Derechos Humanos ha cumplido en los últimos tiempos una función fundamental en su posibilidad de sostener una lógica que permita regular y mediar las relaciones sociales garantizando en el fondo de las cosas un cierto lugar de dignidad subjetiva. Respecto a la violencia y sus efectos entonces, el discurso y las prácticas institucionales de los Derechos Humanos cumplen una función simbólica importante: garantizar para los sujetos pertenecientes a una estado democrático que una instancia puede respaldarlos y acogerlos en caso de resultar afectados por una situación violenta, sea cual fuere el origen de ese violencia. Planteado en términos de responsabilidad, es como si el conjunto social se proveyera de su propio mecanismo de contención ante las fallas que su lógica trae implícitas.
Sin embargo, al ser parte de la misma sociedad que produce la violencia como parte de su estructura, la institucionalización de los derechos Humanos está lejos de ser una respuesta absoluta al problema que venimos abordando. Algunas de las dificultades inherentes al modelo de los Derechos Humanos que en nuestro análisis ubicamos son:
a) Algunos de sus criterios pueden responder a valoraciones etnocéntricas de lo que un sujeto es, de cuál es su responsabilidad, de qué es violatorio de la libertad o la dignidad. La aplicación de la lógica occidental de los D.H. a las sociedades teocráticas del medio oriente es un ejemplo de este riesgo, inserto en el núcleo mismo de la problemática geopolítica que mantiene a la humanidad en estado permanente de guerra desde hace cientos de años.
Nos parece que una tensión, un conflicto que debe permanecer vivo en el núcleo de la definición de los derechos humanos es el de la movilidad y diversidad misma de lo humano: sus sistemas, sus temporalidades, sus estilos. De este modo, el discurso de los D.H. podrá contener siempre una invitación a pensar, a formular y reformular lo ético, y no como de pronto corre el riesgo de hacerlo, de sostener implícitamente una prohibición a hacerlo basada en la asunción de una nueva moral universal centrada en el modo occidental hegemónico de ver el mundo.
b) La aceptación automática de términos provenientes de ciertas disciplinas y prácticas, realizada fuera de su contexto original, como es el caso de la noción de víctima. Con un uso operativo en el campo del derecho y la atención legal a quien ha padecido un delito, pero de connotaciones riesgosas al ser usado indiscriminadamente como nominación permanente del sujeto violentado, apareja el riesgo de encasillarlo en una nominación que tendrá un efecto contradictorio a lo que se buscaría como intervención con él. Al designar víctima a quien ha padecido un acto de violencia en las prácticas discursivas y asistenciales de los D.H., se contribuye en innumerables casos a obstaculizar el proceso en que ese mismo sujeto podría dejar atrás esa condición que, como decíamos arriba, debe tomarse como una nominación de paso, que debe dejarse atrás tan pronto como sea posible. Como veremos adelante, es justamente la elaboración del trauma lo que permite a alguien convertir su vivencia pasiva (victimización) en una experiencia (toma de palabra) que le otorgue un lugar activo en la relación con el discurso, los actos, los vínculos. Y es desde los primeros momentos post traumáticos que el sujeto, en cuanto puede tomar la palabra, puede ir dejando atrás esa condición de víctima, si las condiciones de su entorno se lo permiten.
  1. Un último problema a resaltar es la compleja situación de lo que se ha denominado violencia de género. Debemos ante todo encarar la espeluznante evidencia fenomenológica que representan el maltrato a las mujeres, un claro ejemplo serían los feminicidios. Sin embargo, el asumir acríticamente una caracterización de género de un fenómeno tan complejo como la aparición de la violencia no puede llevar mas que a una extremización del pensamiento en términos de un binarismo que atrapa, de un dualismo maníqueo que refuerza la diferencia de un modo indiscriminado y atrapa a los sujetos en las determinaciones de su lógica (en este caso, la guerra entre 'feministas' y 'machistas'). Al plantear que una mujer es víctima por ser mujer, y un hombre victimario por ser hombre- simplificación de un argumento muchas veces planteado-, no hacemos mas que insertarnos en la lógica misma de la producción y reproducción de la violencia, al desgastar más aún los lazos entre los sujetos pertenecientes a una colectividad y poniéndoles en la necesidad de conservar posiciones en una lucha por el poder contra el otro sexo: poder que no es mas que una ilusión de dominio y de identidad basada en la contraposición.
A este respecto, proponemos considerar que las cosas pueden plantearse al menos de otra forma: Si bien en términos jurídicos un sujeto debe responsabilizarse por la violencia que ha ejercido, en términos ético-analíticos, si ese sujeto ejerció violencia contra la persona con la que tiene una relación amorosa, podemos al menos permitirnos pensar como hipótesis que lo violento es una característica inherente al vínculo entre ambos. Y este, a su vez, al situarse en una compleja red de determinaciones colectivas: ideales, normas de conducta, posibilidades e imposibilidades de cambio, negociación, nominación, etcétera. De esta forma, la violencia en el vínculo no es mas que el correlato de la violencia potencialmente expresada en esos vínculos colectivos. De esta manera, la responsabilidad del acto violento puede ser atribuida a un sujeto, pero la responsabilidad por lo violento de los vínculos es colectiva: por lo tanto no debe atribuirse a un grupo o género de modo indiscriminado.
Así, el empoderamiento entendido como “de las mujeres ante los hombres” no resultaría mas que un engaño ideológico que puede covertirse en cómplice de acciones de venganza, y, de nuevo, convertirse en parte del problema: la reproducción de la violencia al absorber al sujeto femenino en una causa que le lleve a actuar contra los hombres por obediencia a un ideal reivindicante.
Aquí proponemos que el empoderamiento podría ser entendido de otra manera: como la facultad de los sujetos de una colectividad de responsabilizarse por la violencia que habita sus formas de vincularse, realizando acciones para modificar ese vínculo.

Si bien el campo de los D.H. representa un espacio complejo donde algunas contradicciones pueden expresarse, consideramos que es indispensable su existencia en las sociedades democráticas, y es justamente la confluencia en él de diversos discursos, disciplinas y saberes lo que le da su riqueza y puede mantenerlo vivo. A este respecto, consideramos que es fundamental la presencia en la discusión sobre los D.H. de aquellas prácticas que se relacionan directamente con el sujeto humano, su estructuración y su sufrimiento. Las disciplinas psicoterapéuticas y el psicoanálisis son interlocutores fundamentales que junto con el derecho, la medicina, la filosofía, la sociología, la antropología, etcétera no pueden renunciar a participar en la problematización de esta dimensión social.
Decíamos al principio que para el sujeto que ha padecido un acto de violencia traumática resulta en términos lógicos necesario contar con la representación de una instancia garante de la confianza en el otro y del sentido de la vida. Sin embargo, la forma en que esta instancia puede funcionar incluye una paradoja: cuanto más compleja y plural sea su conformación, mejor será su efecto. Si bien a nivel imaginario puede existir una representación de la garantía del sentido (y “Derechos Humanos” puede ser este referente), a nivel simbólico tal instancia debería ser representada como una red con múltiples puntos de sostén (una discursividad de los Derechos Humanos abierta, viva, dialogal).
De otra manera, si el referente se presenta como absoluto y universal, la respuesta de recuperación postraumática del sujeto puede fácilmente derivar en una idealización del garante que pronto desembocará en frustración, o bien en una fanatización. Piénsese como ejemplo de esta última la forma en que algunos sujetos que han pasado por vivencias traumáticas son absorbidos por sectas salvadoras que los convierten en obedientes a sus líderes. Huelga decir de qué manera esto se convierte en un eslabón de la reproducción de la violencia cuando estos sujetos son conducidos a la ejecución de acciones vindicativas.5



La atención a los efectos de la violencia en las instituciones


Dedicaremos ahora unas líneas, en el contexto de lo que venimos desarrollando hasta el momento, para desplegar una reflexión sobre la labor que desde el plano psicoterapéutico, entendido de una forma particular que aquí definiremos, se puede llevar a cabo con aquellos sujetos que han padecido los efectos de la violencia traumatizante.
La mayor parte de este tipo de intervención es realizada en el marco de instituciones del Estado que cuentan con una estructura propia de trabajo, y fines específicos. De este modo, el mismo contexto impone características y límites a estas intervenciones: la carga de trabajo suele ser excesiva, la premura del tiempo para cumplir objetivos cuantitativos es una presión constante, el lenguaje técnico disciplinar impone un borramiento de la particularidad de los casos, no suele existir diálogo con otras instituciones y discursividades, ni entre los mismos miembros de los equipos que atienden a los usuarios de los servicios. Otras dificultades externas se añaden a este paisaje: La diversidad de enfoques y corrientes psicoterapéuticas y la existencia de barreras teóricas, metodológicas, políticas y éticas que impiden el diálogo entre sus adeptos.
En ese contexto, los psicoterapeutas que laboran en tales instituciones realizan su trabajo basados sobre todo en una vocación, compromiso y talento personal. Hablamos de un gran número de profesionistas haciendo su mejor esfuerzo, sin embargo, su exposición solitaria a un trabajo que genera un burn out laboral intenso6, en un contexto como el descrito, hace que su labor:
a) Se realice de forma aislada, y limitada al cumplimiento de las exigencias institucionales
b) No se enriquezca y a su vez no aporte a otros elementos de reflexión y mejora de sus prácticas mediante la elaboración en diálogo de la vivencia terapéutica con otros colegas, tanto psicoterapeutas como de otras disciplinas
c) Se limite a intervenciones paliativas, bien intencionadas pero inefectivas.
d) Genere un agotamiento emocional que con el paso del tiempo degrada la calidad de su atención a los usuarios.

Hay un asunto más que se deriva de esta situación: la desvinculación de las prácticas de atención a quienes han sufrido trauma por violencia y la generación de un saber explicativo de la violencia misma.
Y es que una terapéutica científicamente orientada no solo consiste en brindar ayuda a quien está en estado de sufrimiento. Al mismo tiempo, el trabajo terapéutico debe abocarse al estudio sistemático de las causas de ese sufrimiento. La victimización, por ejemplo, no es solo un estado fortuitamente producido y vivido pasivamente (lo puede ser en una minoría de los casos); por el contrario, puede ser vista, si es científicamente estudiada, como el producto de una colección de factores causales entre los que se puede encontrar la participación, consciente o inconsciente, del sujeto victimizado.
Entonces, atender psicoterapéuticamente a la víctima, si se hace con los instrumentos y orientación científica adecuados, puede ser también al mismo tiempo, realizar una investigación sobre las determinantes de la situación victimizante, y por lo tanto un paso que coadyuve a una cultura de la prevención.
Ahora bien, pasar de una intervención paliativa a una intervención terapéutica científicamente fundamentada y firmemente articulada con una cultura de prevención del delito es una labor que nos plantea retos importantes. Enfrentar esta tarea implica una visión política que incluya el trabajo en redes colaborativas como una herramienta fundamental, así como el asumir seriamente la atención terapéutica como una labor científicamente orientada, y no como un servicio altruista en el que el terapeuta realizaría una cierta modalidad de redención moral de la víctima.


Propuesta: Algunos lineamientos terapéuticos para la atención al sujeto traumatizado por violencia

A continuación les presentamos una propuesta de lineamientos que, en consonancia con lo que hemos venido desarrollando hasta el momento, podrían constituirse en un esquema de atención psicoterapéutica a los sujetos que han padecido un trauma por violencia.
Una consideración general que sostiene esta propuesta, es que además de las operaciones que ayudan en el uno a uno a posibilitar al sujeto traumatizado recuperar su cuerpo, su voz y su lugar, debemos considerar psicoterapéuticamente también ciertas intervenciones sobre el entorno vincular del sujeto, tomando al vínculo mismo como objeto clínico. Esto retoma la idea arriba desarrollada de que es en un vínculo roto donde la violencia aparece, y es dependiendo de su consistencia que un sujeto puede recuperarse post traumáticamente.
De esta manera, enumeramos una serie de propuestas terapéuticas que ponemos a consideración para su discusión. Hemos intentado evitar el uso de tecnicismos pertenecientes a alguna escuela terapéutica con el fin de promover la posibilidad del diálogo entre diferentes corrientes y disciplinas clínicas; sin embargo desde nuestra posición y formación debemos aclarar que la fundamentación ética proviene de nuestra formación psicoanalítica.

  1. Es imprescindible brindar contención al sujeto que ha padecido un trauma por violencia. La contención debe ser cuidadosamente pensada y aplicada: siempre debe tomar en cuenta que, a pesar de que el sujeto se encuentre en un estado de caído, debemos siempre suponer que en algún momento podrá de nuevo asumir su lugar y tomar de nuevo la palabra. Es decir, partir de una posición de confianza hacia el sujeto. Quizá haya momentos en los que va a ser incapaz incluso de tomar decisiones por sí mismo, lo que supondrá cierto tutelaje. Pero ese tiempo solo será transitorio y debe pensarse que muy pronto el sujeto estará en condiciones de recuperar su voz, y debe evitarse hacer desde el lugar de terapeuta una prótesis afectiva que genere efectos contradictorios (dependencia, perpetuación de un lugar pasivo).
Esto último sin embargo no debe hacernos perder de vista el atolladero en que un evento traumático coloca al sujeto. En este sentido, innumerables acciones pueden tomarse para formar un equipo de contención con la familia, médicos, abogados y otros profesionistas asociados a la atención del caso. Pudiera parecer extraño pero el establecimiento de contactos a modo de interconsulta, discusiones en equipo interdisciplinario sobre cada caso, son acciones de contención con un efecto terapéutico directo sobre el sujeto. Cuanto más articulaciones en red se generen en torno a él, mayor será su posibilidad de levantarse, retomar su voz y su lugar y salir del atolladero.
  1. Es imprescindible no encasillar al sujeto en una nominación legal o diagnóstica: una aproximación que tienda a recuperar al sujeto tras el trauma debe partir de aproximarlo desde el referente de su nombre propio. Si en nuestros discursos y prácticas le llamamos “la víctima” no hacemos mas que contribuir a reforzar el no-lugar en que el evento traumático lo colocó. Retomamos aquí el planteamiento de una Psicopatología Fundamental, donde se considera que la labor terapéutica consiste en generar la posibilidad de que el sujeto pueda tomar la palabra (logos) de su pathos (sufrimiento), con el fin de pasar de una posición pasiva (vivencia traumática) hacia una posición activa (elaboración reflexiva de la experiencia)7. Es indispensable en este sentido abrir el espacio para que el sujeto, en su toma de palabra, y bajo su propio ritmo, se determine a sí mismo, y no seamos para él un factor más de sobredeterminación a partir de las palabras que utilizamos para designarlo.
En un plazo mayor, esta posición apunta a que el sujeto no solo pueda tomar una posición activa respecto a su autodeterminación, sino que también pueda ser capaz de constituirse como agente modificador del vínculo social en que está inserto, que es justo allí donde el acto violento tuvo lugar.
  1. Es muy importante generar en el encuentro terapéutico un espacio de pensamiento que ponga límite a los automatismos de significación colectiva que se presentan como respuesta a la violencia. La lógica implícita en la oposición binaria víctima-victimario conduce irrevocablemente a un pensamiento causal en el que las posiciones pueden fácilmente intercambiarse y generar un círculo vicioso: “Si él me hace algo violento, se justifica que al menos yo desee hacerle algo violento”8. La entrada en una lógica como ésta provoca que el tránsito de la energía psíquica y el pensamiento del sujeto no fluya hacia la producción de una diferencia. El anclaje neurofisiológico es un factor de repetición a tomar en cuenta pues en los momentos post-traumáticos el retorno de los afectos hace conexiones automáticas con cadenas repetidas de pensamientos. De este modo, la acción terapéutica consistiría en conducir al sujeto a “pensar de otra forma”9.
  2. A partir de la toma de palabra del sujeto, de la búsqueda de caminos nuevos de pensar-sentir, se podrán generar las condiciones para la recolocación del andar del sujeto en el lazo social. El paso del sujeto a una posición activa, después de un primer tiempo de elaboración narrativa y de búsqueda de sentido (toma de palabra en el espacio terapéutico), puede permitirle, de acuerdo a su singularidad, transitar a la toma de palabra en el espacio social mediante acciones afirmativas. Estas acciones implicarán varias posibilidades para el sujeto:
  • el encadenamiento de nuevos vínculos significativos que le permitirán conducir su deseo de manera fluida, y salir del estancamiento determinado por los efectos del trauma;
  • la recuperación de la posibilidad del placer obtenido por la búsqueda activa;
  • la producción de la sensación de que el sujeto produce y modifica su realidad, y no solo padece sus efectos.
En cada caso este tipo de movimientos puede cobrar diversas formas: adquiriendo disciplinas deportivas o espirituales, iniciando nuevos aprendizajes y lazos en su comunidad, participando en grupos que generen algún cambio social, etcétera.
Desde el lugar terapéutico, si bien no es nuestra labor conducir al sujeto a tales actividades, al menos es importante acompañarle a pensar las posibilidades de conducción de su desear en el vínculo social como parte importante, al llegar cierto momento, de su recuperación.



Conclusiones: El trauma y los tiempos, los tiempos del trauma

Decíamos al inicio de este texto que lo traumático del trauma por violencia no solo es el evento mismo en sus efectos destructivos, sino el hecho de que en el vínculo social no existan condiciones para que el sujeto pueda recuperar su lugar, su palabra y su deseo. Pero peor aún: que en el vínculo social existan de forma permanente las condiciones para la producción y reproducción de la violencia.
En nuestros tiempos, pensar la violencia y sus efectos es inevitablemente pensar la degradación de lo social: la violencia en nuestro país se normaliza, hay cada vez menos asombro por lo que le ocurre al otro y la atomización egocentrada de los sujetos -propia de nuestra época- dificulta que estos¨ hagamos lazos entre nosotros para revertir los efectos de esta degradación.
La existencia de un discurso institucional y una serie de prácticas de los Derechos Humanos es una referencia fundamental para garantizar en nuestras sociedades democráticas un lugar desde el cual se sostenga la dignidad y el honor de los sujetos. Sin embargo, la existencia de este referente es claramente insuficiente si no existe como su correlato un reforzamiento de los lazos asociativos entre los miembros del tejido social.
En este contexto, las intervenciones institucionales y personales frente a los efectos de la traumatización por actos violentos deben situarse más allá del marco de la ayuda individual aislada al sujeto victimizado, y dirigirse a la configuración de acciones psicoterapéuticas que tengan como objetivo estratégico la cura10 del vínculo social.
Tales acciones podrían tener su comienzo en la configuración misma de los servicios de atención en las instituciones, revirtiendo la tendencia al trabajo aislado de los profesionistas que laboran en ellas. La labor aislada, por mas comprometida que esté a nivel personal, termina por colocarse en un atolladero en el que las ideas no circulan, no hay producción de conocimiento en el diálogo entre colegas y miembros de otras disciplinas. Esta situación, podemos hacer la hipótesis, no puede no reflejarse en una imposiblidad de los sujetos asistidos de producir algo diferente a partir de su condición inicial tras el evento traumático.
Esta línea de asociatividad curativa puede ampliarse también hacia la conformación de redes que articulen el trabajo en las instituciones con el de asociaciones civiles, universidades y otros actores sociales, vinculando la dimensión de la atención ante el trauma con la investigación, la formulacion de políticas públicas y acciones comunitarias, etcétera.







1Gaudillière, J. Y Davoine, F.
2Rodulfo, R.
3Cf. Dufour, R.
4En el sentido que Freud le da a esta noción: capacidad vinculante y asociativa entre ideas, representaciones y personas.
5Cf. Arendt, H. Los orígenes del totalitarismo.
6El burn out laboral se define como______
7Tosta, M. (2000)Psicopatología Fundamental. Escuta, Brasil.
8Análisis transaccional
9PNL, Hipnosis ericksoniana.
10Cura, en el sentido que M. Heidegger le da, retomando su sentido etimológico: cuidado, protección.