lunes, 30 de mayo de 2011

Violencia y trauma: Hacia un enfoque de acciones psicoterapéuticas en el vínculo social. Por: a Dr en Psic. Francisco Landa Reyes Lic. Liliana García Cabrera



RESUMEN

En este capítulo se plantea una propuesta que plantea la necesidad de delinear nuevas líneas de trabajo en la atención institucional a quienes han padecido un trauma por violencia. Estas líneas incluyen: a) Un replanteamiento crítico de algunas aproximaciones desde el campo de los Derechos Humanos, como el uso del término víctima y algunas consecuencias en el campo terapéutico del concepto violencia de género; b) La propuesta de cuatro directrices de trabajo psicoterapéutico que permitirían la confluencia entre diversas corrientes y disciplinas; y c) El establecimiento de un encuadre que sitúe las acciones terapéuticas en un enfoque de cuidado colectivo del vínculo social. Estas líneas se proponen como una invitación a generar lazos interdisciplinarios e interinstitucionales donde sea posible propiciar la discusión, compartir experiencias y generar conocimiento, como una forma de contribuir desde nuestras prácticas a la reconfiguración del vínculo social frente a la violencia y sus efectos.

Violencia, trauma y sociedad.

“Un trauma se define por la imposibilidad del sujeto humano de asimilar los efectos producidos por un encuentro violento, ya sea debido a su fuerza, inesperabilidad o reiteración”. Esta definición básica es clara pero insuficiente pues deja de lado un aspecto fundamental: lo que en realidad hace traumático al trauma, si nos permiten la expresión, es cómo la estructura de significación proveída por el contexto socioafectivo de la persona puede no colaborar al proceso de asimilación del evento traumático. Esto cobra particular relevancia cuando hablamos del trauma asociado a la violencia ejercida por otros seres humanos: allí tenemos como elemento fundamental el que algún enunciado fundamental de una comunidad, que le brinda cohesión (trátese de un ideal, un mandamiento, un supuesto de confianza) es traicionado por una acción transgresora que derrumba el sentido mismo del vínculo entre los participantes de esa comunidad. De esta manera, el riesgo básico es que la dificultad colectiva para asimilar el trauma ocurrido a un sujeto, reconociendo lo sucedido y otorgándole un espacio en las representaciones simbólicas de esa comunidad, se convierta en una diificultad también para re-conocer a ese sujeto tras lo ocurrido y regenerar para él un lugar en el vínculo, el mismo que a su vez deberá ser reformulado en su estructura.
De este modo, la forma como el tejido social pueda sostener al sujeto que ha caído en el sufrimiento pasivo del trauma por violencia resulta crucial para su devenir en el tiempo futuro.
Esto abre el espacio para la pregunta sobre la forma en que cada colectividad en su estructura permite o no la asimilación traumática. Siguiendo las formulaciones de Davoine y Gaudillière1, así como la propuesta de Rodulfo2, podemos decir que existen dos polaridades de configuraciones simbólico-sociales que presentan el riesgo de un quiebre estructural al momento de sufrir un colapso traumático: En primer lugar están aquellas con una excesiva tensión entre sus elementos significantes, así como una sobre estimación de los ideales; se trataría por ejemplo de una sociedad demasiado apegada a un sistema de tradiciones y valores inamovibles, dogmática e inflexible. Allí, el trauma suele ser colocado como un secreto, una vergüenza inasimilable y culposa. En segundo lugar, encontraríamos a las colectividades cuyas representaciones ideales colectivas están en crisis aguda, lo que genera una atomización social, así como una discursividad nihilista en la que cada sujeto guia sus acciones por sus propias creencias, desarticuladas del lazo y tendientes a la autojustificación. En éstas, el trauma por violencia tiende a ser banalizado o integrado a una normalidad que anula la capacidad de asombro ante lo terrible.
Ambos polos definen características que coexisten en nuestra sociedad, que está dejando atrás las formas tradicionales que la definieron por siglos, pero se encuentra ya en plena entrada a la hipermodernidad al formar parte de una civilización globalizada al estilo occidental. Esta convivencia de formas de tejido social, está siendo ampliamente discutida por pensadores bajo el concepto en debate de posmodernidad3, y hace en nuestro tiempo muy complicado el análisis de los fenómenos sociológicos, pues nos obliga a contextualizar los casos a los que nos referimos. Para ser más claros, en nuestro tiempo podemos a la vez encontrarnos con violencia traumática ocurrida en grupos y comunidades urbanos y rurales, profundamente religiosos, adheridos a sectas, migrantes, afectados por la estructura de los grupos de delincuencia organizada, familias en transición de modelos autoritarios a otros más horizontales y recompuestos en su estructura, grupos que se encuentran redefiniendo la relación entre su elección sexual y su posición social, etcétera. Al ocurrir en ellos eventos traumáticos, la consideración de sus determinaciones multifactoriales nos obliga a un análisis detallado de cada caso, y cómo de acuerdo a esas determinaciones ese tejido social y familiar está o no en condiciones de soportar a un sujeto caído en situación de víctima de un trauma por violencia.
Pero en todo caso, más allá de esta complejidad, nuestra mirada debe enfocarse en el núcleo del problema que nos atañe al estar concernidos como agentes que intervienen en la problemática: se trata de ubicar la necesidad, en cada caso y contexto, de contar con la posibilidad de que el sujeto traumatizado, en compañía de su red social, tenga las herramientas para representar-pensar aquello que le ha ocurrido, y a través de ello recuperar un lugar identitario a partir del cual pueda representarse a sí mismo en la red social e insertar de nuevo en ella su deseo, su palabra, su trabajo, su capacidad de amar, que es lo que le provee de un rostro y un cuerpo que le permite transitar en el lazo social.
En contraparte, el trauma por violencia nos enfrenta a la pregunta: ¿Quién es alguien cuando no es una persona, un sujeto con un rostro y una palabra? Alguien sometido a la privación de su libertad, de su voz, su salud, su posibilidad de pensar y decidir, está situado en ese lugar de no-sujeto.
La violencia, en su poder de pasivización extrema, hace caer al sujeto en ese sitio de anulación subjetiva en el instante traumático. Así, la recuperación de su subjetividad se impone como un proceso necesario que el sujeto no puede enfrentar solo.
La noción de víctima define el lugar en el que la violencia traumática hace cautivo al sujeto. Por ello, representa solo un término de paso que debe dar lugar al de sujeto recuperado cuanto antes, a riesgo de encasillarlo en un lugar social definido por no poder abandonar el lastre del trauma. Discutiremos más abajo las implicaciones éticas de esta nominación.


Derechos Humanos, psicoterapéutica, vínculo social

¿Qué en el tejido social puede garantizar, para quien ha padecido un evento traumático por violencia, que su retorno a la condición de inclusión social, con un rostro y una palabra es posible? Hemos aludido arriba a que ciertas configuraciones de vínculo en las colectividades pueden resultar menos propicias para la recuperación post-traumática. Ahora añadiremos una idea más a este desarrollo.
El evento violento trae aparejada en su lógica la caída de la confianza fundamental en el otro. Quien ha padecido una situación de este tipo sabe que el efecto pánico es consecuencia común: el enemigo puede estar en todos lugares, en todo momento. La confianza en un Otro que puede tomar la figura de Dios, el destino, la Humanidad, la nación, se derrumba. Como consecuencia de esto, el sentido, como posibilidad de dotar de consistencia a los actos cotidianos al estar direccionados hacia referentes compartidos, cae también. Si a esto añadimos el atrapamiento neurofisiológico en la repetición recurrente de sensaciones traumáticas no enmarcadas, tenemos a un sujeto imposibilitado de dar pasos consecutivos que lo vuelvan a incluir en la lógica del vínculo erótico4.
En ese momento, es fundamental pensar que aquellos que acompañan al sujeto caído por la violencia puedan proveerle de múltiples posibilidades de reanudamiento de actos, rutinas, seguridades afectivas, palabras que le permitan incorporarse a la lógica del sentido.
Pero hay aquí un punto crucial: en el momento post-traumático se requiere, en término analíticos, ubicar qué o quién en el tejido social puede fungir como punto de referencia para volver a levantar el sentido a partir de la confianza básica en una entidad cohesionante de lo colectivamente asumido.
A este respecto, el discurso de los Derechos Humanos ha cumplido en los últimos tiempos una función fundamental en su posibilidad de sostener una lógica que permita regular y mediar las relaciones sociales garantizando en el fondo de las cosas un cierto lugar de dignidad subjetiva. Respecto a la violencia y sus efectos entonces, el discurso y las prácticas institucionales de los Derechos Humanos cumplen una función simbólica importante: garantizar para los sujetos pertenecientes a una estado democrático que una instancia puede respaldarlos y acogerlos en caso de resultar afectados por una situación violenta, sea cual fuere el origen de ese violencia. Planteado en términos de responsabilidad, es como si el conjunto social se proveyera de su propio mecanismo de contención ante las fallas que su lógica trae implícitas.
Sin embargo, al ser parte de la misma sociedad que produce la violencia como parte de su estructura, la institucionalización de los derechos Humanos está lejos de ser una respuesta absoluta al problema que venimos abordando. Algunas de las dificultades inherentes al modelo de los Derechos Humanos que en nuestro análisis ubicamos son:
a) Algunos de sus criterios pueden responder a valoraciones etnocéntricas de lo que un sujeto es, de cuál es su responsabilidad, de qué es violatorio de la libertad o la dignidad. La aplicación de la lógica occidental de los D.H. a las sociedades teocráticas del medio oriente es un ejemplo de este riesgo, inserto en el núcleo mismo de la problemática geopolítica que mantiene a la humanidad en estado permanente de guerra desde hace cientos de años.
Nos parece que una tensión, un conflicto que debe permanecer vivo en el núcleo de la definición de los derechos humanos es el de la movilidad y diversidad misma de lo humano: sus sistemas, sus temporalidades, sus estilos. De este modo, el discurso de los D.H. podrá contener siempre una invitación a pensar, a formular y reformular lo ético, y no como de pronto corre el riesgo de hacerlo, de sostener implícitamente una prohibición a hacerlo basada en la asunción de una nueva moral universal centrada en el modo occidental hegemónico de ver el mundo.
b) La aceptación automática de términos provenientes de ciertas disciplinas y prácticas, realizada fuera de su contexto original, como es el caso de la noción de víctima. Con un uso operativo en el campo del derecho y la atención legal a quien ha padecido un delito, pero de connotaciones riesgosas al ser usado indiscriminadamente como nominación permanente del sujeto violentado, apareja el riesgo de encasillarlo en una nominación que tendrá un efecto contradictorio a lo que se buscaría como intervención con él. Al designar víctima a quien ha padecido un acto de violencia en las prácticas discursivas y asistenciales de los D.H., se contribuye en innumerables casos a obstaculizar el proceso en que ese mismo sujeto podría dejar atrás esa condición que, como decíamos arriba, debe tomarse como una nominación de paso, que debe dejarse atrás tan pronto como sea posible. Como veremos adelante, es justamente la elaboración del trauma lo que permite a alguien convertir su vivencia pasiva (victimización) en una experiencia (toma de palabra) que le otorgue un lugar activo en la relación con el discurso, los actos, los vínculos. Y es desde los primeros momentos post traumáticos que el sujeto, en cuanto puede tomar la palabra, puede ir dejando atrás esa condición de víctima, si las condiciones de su entorno se lo permiten.
  1. Un último problema a resaltar es la compleja situación de lo que se ha denominado violencia de género. Debemos ante todo encarar la espeluznante evidencia fenomenológica que representan el maltrato a las mujeres, un claro ejemplo serían los feminicidios. Sin embargo, el asumir acríticamente una caracterización de género de un fenómeno tan complejo como la aparición de la violencia no puede llevar mas que a una extremización del pensamiento en términos de un binarismo que atrapa, de un dualismo maníqueo que refuerza la diferencia de un modo indiscriminado y atrapa a los sujetos en las determinaciones de su lógica (en este caso, la guerra entre 'feministas' y 'machistas'). Al plantear que una mujer es víctima por ser mujer, y un hombre victimario por ser hombre- simplificación de un argumento muchas veces planteado-, no hacemos mas que insertarnos en la lógica misma de la producción y reproducción de la violencia, al desgastar más aún los lazos entre los sujetos pertenecientes a una colectividad y poniéndoles en la necesidad de conservar posiciones en una lucha por el poder contra el otro sexo: poder que no es mas que una ilusión de dominio y de identidad basada en la contraposición.
A este respecto, proponemos considerar que las cosas pueden plantearse al menos de otra forma: Si bien en términos jurídicos un sujeto debe responsabilizarse por la violencia que ha ejercido, en términos ético-analíticos, si ese sujeto ejerció violencia contra la persona con la que tiene una relación amorosa, podemos al menos permitirnos pensar como hipótesis que lo violento es una característica inherente al vínculo entre ambos. Y este, a su vez, al situarse en una compleja red de determinaciones colectivas: ideales, normas de conducta, posibilidades e imposibilidades de cambio, negociación, nominación, etcétera. De esta forma, la violencia en el vínculo no es mas que el correlato de la violencia potencialmente expresada en esos vínculos colectivos. De esta manera, la responsabilidad del acto violento puede ser atribuida a un sujeto, pero la responsabilidad por lo violento de los vínculos es colectiva: por lo tanto no debe atribuirse a un grupo o género de modo indiscriminado.
Así, el empoderamiento entendido como “de las mujeres ante los hombres” no resultaría mas que un engaño ideológico que puede covertirse en cómplice de acciones de venganza, y, de nuevo, convertirse en parte del problema: la reproducción de la violencia al absorber al sujeto femenino en una causa que le lleve a actuar contra los hombres por obediencia a un ideal reivindicante.
Aquí proponemos que el empoderamiento podría ser entendido de otra manera: como la facultad de los sujetos de una colectividad de responsabilizarse por la violencia que habita sus formas de vincularse, realizando acciones para modificar ese vínculo.

Si bien el campo de los D.H. representa un espacio complejo donde algunas contradicciones pueden expresarse, consideramos que es indispensable su existencia en las sociedades democráticas, y es justamente la confluencia en él de diversos discursos, disciplinas y saberes lo que le da su riqueza y puede mantenerlo vivo. A este respecto, consideramos que es fundamental la presencia en la discusión sobre los D.H. de aquellas prácticas que se relacionan directamente con el sujeto humano, su estructuración y su sufrimiento. Las disciplinas psicoterapéuticas y el psicoanálisis son interlocutores fundamentales que junto con el derecho, la medicina, la filosofía, la sociología, la antropología, etcétera no pueden renunciar a participar en la problematización de esta dimensión social.
Decíamos al principio que para el sujeto que ha padecido un acto de violencia traumática resulta en términos lógicos necesario contar con la representación de una instancia garante de la confianza en el otro y del sentido de la vida. Sin embargo, la forma en que esta instancia puede funcionar incluye una paradoja: cuanto más compleja y plural sea su conformación, mejor será su efecto. Si bien a nivel imaginario puede existir una representación de la garantía del sentido (y “Derechos Humanos” puede ser este referente), a nivel simbólico tal instancia debería ser representada como una red con múltiples puntos de sostén (una discursividad de los Derechos Humanos abierta, viva, dialogal).
De otra manera, si el referente se presenta como absoluto y universal, la respuesta de recuperación postraumática del sujeto puede fácilmente derivar en una idealización del garante que pronto desembocará en frustración, o bien en una fanatización. Piénsese como ejemplo de esta última la forma en que algunos sujetos que han pasado por vivencias traumáticas son absorbidos por sectas salvadoras que los convierten en obedientes a sus líderes. Huelga decir de qué manera esto se convierte en un eslabón de la reproducción de la violencia cuando estos sujetos son conducidos a la ejecución de acciones vindicativas.5



La atención a los efectos de la violencia en las instituciones


Dedicaremos ahora unas líneas, en el contexto de lo que venimos desarrollando hasta el momento, para desplegar una reflexión sobre la labor que desde el plano psicoterapéutico, entendido de una forma particular que aquí definiremos, se puede llevar a cabo con aquellos sujetos que han padecido los efectos de la violencia traumatizante.
La mayor parte de este tipo de intervención es realizada en el marco de instituciones del Estado que cuentan con una estructura propia de trabajo, y fines específicos. De este modo, el mismo contexto impone características y límites a estas intervenciones: la carga de trabajo suele ser excesiva, la premura del tiempo para cumplir objetivos cuantitativos es una presión constante, el lenguaje técnico disciplinar impone un borramiento de la particularidad de los casos, no suele existir diálogo con otras instituciones y discursividades, ni entre los mismos miembros de los equipos que atienden a los usuarios de los servicios. Otras dificultades externas se añaden a este paisaje: La diversidad de enfoques y corrientes psicoterapéuticas y la existencia de barreras teóricas, metodológicas, políticas y éticas que impiden el diálogo entre sus adeptos.
En ese contexto, los psicoterapeutas que laboran en tales instituciones realizan su trabajo basados sobre todo en una vocación, compromiso y talento personal. Hablamos de un gran número de profesionistas haciendo su mejor esfuerzo, sin embargo, su exposición solitaria a un trabajo que genera un burn out laboral intenso6, en un contexto como el descrito, hace que su labor:
a) Se realice de forma aislada, y limitada al cumplimiento de las exigencias institucionales
b) No se enriquezca y a su vez no aporte a otros elementos de reflexión y mejora de sus prácticas mediante la elaboración en diálogo de la vivencia terapéutica con otros colegas, tanto psicoterapeutas como de otras disciplinas
c) Se limite a intervenciones paliativas, bien intencionadas pero inefectivas.
d) Genere un agotamiento emocional que con el paso del tiempo degrada la calidad de su atención a los usuarios.

Hay un asunto más que se deriva de esta situación: la desvinculación de las prácticas de atención a quienes han sufrido trauma por violencia y la generación de un saber explicativo de la violencia misma.
Y es que una terapéutica científicamente orientada no solo consiste en brindar ayuda a quien está en estado de sufrimiento. Al mismo tiempo, el trabajo terapéutico debe abocarse al estudio sistemático de las causas de ese sufrimiento. La victimización, por ejemplo, no es solo un estado fortuitamente producido y vivido pasivamente (lo puede ser en una minoría de los casos); por el contrario, puede ser vista, si es científicamente estudiada, como el producto de una colección de factores causales entre los que se puede encontrar la participación, consciente o inconsciente, del sujeto victimizado.
Entonces, atender psicoterapéuticamente a la víctima, si se hace con los instrumentos y orientación científica adecuados, puede ser también al mismo tiempo, realizar una investigación sobre las determinantes de la situación victimizante, y por lo tanto un paso que coadyuve a una cultura de la prevención.
Ahora bien, pasar de una intervención paliativa a una intervención terapéutica científicamente fundamentada y firmemente articulada con una cultura de prevención del delito es una labor que nos plantea retos importantes. Enfrentar esta tarea implica una visión política que incluya el trabajo en redes colaborativas como una herramienta fundamental, así como el asumir seriamente la atención terapéutica como una labor científicamente orientada, y no como un servicio altruista en el que el terapeuta realizaría una cierta modalidad de redención moral de la víctima.


Propuesta: Algunos lineamientos terapéuticos para la atención al sujeto traumatizado por violencia

A continuación les presentamos una propuesta de lineamientos que, en consonancia con lo que hemos venido desarrollando hasta el momento, podrían constituirse en un esquema de atención psicoterapéutica a los sujetos que han padecido un trauma por violencia.
Una consideración general que sostiene esta propuesta, es que además de las operaciones que ayudan en el uno a uno a posibilitar al sujeto traumatizado recuperar su cuerpo, su voz y su lugar, debemos considerar psicoterapéuticamente también ciertas intervenciones sobre el entorno vincular del sujeto, tomando al vínculo mismo como objeto clínico. Esto retoma la idea arriba desarrollada de que es en un vínculo roto donde la violencia aparece, y es dependiendo de su consistencia que un sujeto puede recuperarse post traumáticamente.
De esta manera, enumeramos una serie de propuestas terapéuticas que ponemos a consideración para su discusión. Hemos intentado evitar el uso de tecnicismos pertenecientes a alguna escuela terapéutica con el fin de promover la posibilidad del diálogo entre diferentes corrientes y disciplinas clínicas; sin embargo desde nuestra posición y formación debemos aclarar que la fundamentación ética proviene de nuestra formación psicoanalítica.

  1. Es imprescindible brindar contención al sujeto que ha padecido un trauma por violencia. La contención debe ser cuidadosamente pensada y aplicada: siempre debe tomar en cuenta que, a pesar de que el sujeto se encuentre en un estado de caído, debemos siempre suponer que en algún momento podrá de nuevo asumir su lugar y tomar de nuevo la palabra. Es decir, partir de una posición de confianza hacia el sujeto. Quizá haya momentos en los que va a ser incapaz incluso de tomar decisiones por sí mismo, lo que supondrá cierto tutelaje. Pero ese tiempo solo será transitorio y debe pensarse que muy pronto el sujeto estará en condiciones de recuperar su voz, y debe evitarse hacer desde el lugar de terapeuta una prótesis afectiva que genere efectos contradictorios (dependencia, perpetuación de un lugar pasivo).
Esto último sin embargo no debe hacernos perder de vista el atolladero en que un evento traumático coloca al sujeto. En este sentido, innumerables acciones pueden tomarse para formar un equipo de contención con la familia, médicos, abogados y otros profesionistas asociados a la atención del caso. Pudiera parecer extraño pero el establecimiento de contactos a modo de interconsulta, discusiones en equipo interdisciplinario sobre cada caso, son acciones de contención con un efecto terapéutico directo sobre el sujeto. Cuanto más articulaciones en red se generen en torno a él, mayor será su posibilidad de levantarse, retomar su voz y su lugar y salir del atolladero.
  1. Es imprescindible no encasillar al sujeto en una nominación legal o diagnóstica: una aproximación que tienda a recuperar al sujeto tras el trauma debe partir de aproximarlo desde el referente de su nombre propio. Si en nuestros discursos y prácticas le llamamos “la víctima” no hacemos mas que contribuir a reforzar el no-lugar en que el evento traumático lo colocó. Retomamos aquí el planteamiento de una Psicopatología Fundamental, donde se considera que la labor terapéutica consiste en generar la posibilidad de que el sujeto pueda tomar la palabra (logos) de su pathos (sufrimiento), con el fin de pasar de una posición pasiva (vivencia traumática) hacia una posición activa (elaboración reflexiva de la experiencia)7. Es indispensable en este sentido abrir el espacio para que el sujeto, en su toma de palabra, y bajo su propio ritmo, se determine a sí mismo, y no seamos para él un factor más de sobredeterminación a partir de las palabras que utilizamos para designarlo.
En un plazo mayor, esta posición apunta a que el sujeto no solo pueda tomar una posición activa respecto a su autodeterminación, sino que también pueda ser capaz de constituirse como agente modificador del vínculo social en que está inserto, que es justo allí donde el acto violento tuvo lugar.
  1. Es muy importante generar en el encuentro terapéutico un espacio de pensamiento que ponga límite a los automatismos de significación colectiva que se presentan como respuesta a la violencia. La lógica implícita en la oposición binaria víctima-victimario conduce irrevocablemente a un pensamiento causal en el que las posiciones pueden fácilmente intercambiarse y generar un círculo vicioso: “Si él me hace algo violento, se justifica que al menos yo desee hacerle algo violento”8. La entrada en una lógica como ésta provoca que el tránsito de la energía psíquica y el pensamiento del sujeto no fluya hacia la producción de una diferencia. El anclaje neurofisiológico es un factor de repetición a tomar en cuenta pues en los momentos post-traumáticos el retorno de los afectos hace conexiones automáticas con cadenas repetidas de pensamientos. De este modo, la acción terapéutica consistiría en conducir al sujeto a “pensar de otra forma”9.
  2. A partir de la toma de palabra del sujeto, de la búsqueda de caminos nuevos de pensar-sentir, se podrán generar las condiciones para la recolocación del andar del sujeto en el lazo social. El paso del sujeto a una posición activa, después de un primer tiempo de elaboración narrativa y de búsqueda de sentido (toma de palabra en el espacio terapéutico), puede permitirle, de acuerdo a su singularidad, transitar a la toma de palabra en el espacio social mediante acciones afirmativas. Estas acciones implicarán varias posibilidades para el sujeto:
  • el encadenamiento de nuevos vínculos significativos que le permitirán conducir su deseo de manera fluida, y salir del estancamiento determinado por los efectos del trauma;
  • la recuperación de la posibilidad del placer obtenido por la búsqueda activa;
  • la producción de la sensación de que el sujeto produce y modifica su realidad, y no solo padece sus efectos.
En cada caso este tipo de movimientos puede cobrar diversas formas: adquiriendo disciplinas deportivas o espirituales, iniciando nuevos aprendizajes y lazos en su comunidad, participando en grupos que generen algún cambio social, etcétera.
Desde el lugar terapéutico, si bien no es nuestra labor conducir al sujeto a tales actividades, al menos es importante acompañarle a pensar las posibilidades de conducción de su desear en el vínculo social como parte importante, al llegar cierto momento, de su recuperación.



Conclusiones: El trauma y los tiempos, los tiempos del trauma

Decíamos al inicio de este texto que lo traumático del trauma por violencia no solo es el evento mismo en sus efectos destructivos, sino el hecho de que en el vínculo social no existan condiciones para que el sujeto pueda recuperar su lugar, su palabra y su deseo. Pero peor aún: que en el vínculo social existan de forma permanente las condiciones para la producción y reproducción de la violencia.
En nuestros tiempos, pensar la violencia y sus efectos es inevitablemente pensar la degradación de lo social: la violencia en nuestro país se normaliza, hay cada vez menos asombro por lo que le ocurre al otro y la atomización egocentrada de los sujetos -propia de nuestra época- dificulta que estos¨ hagamos lazos entre nosotros para revertir los efectos de esta degradación.
La existencia de un discurso institucional y una serie de prácticas de los Derechos Humanos es una referencia fundamental para garantizar en nuestras sociedades democráticas un lugar desde el cual se sostenga la dignidad y el honor de los sujetos. Sin embargo, la existencia de este referente es claramente insuficiente si no existe como su correlato un reforzamiento de los lazos asociativos entre los miembros del tejido social.
En este contexto, las intervenciones institucionales y personales frente a los efectos de la traumatización por actos violentos deben situarse más allá del marco de la ayuda individual aislada al sujeto victimizado, y dirigirse a la configuración de acciones psicoterapéuticas que tengan como objetivo estratégico la cura10 del vínculo social.
Tales acciones podrían tener su comienzo en la configuración misma de los servicios de atención en las instituciones, revirtiendo la tendencia al trabajo aislado de los profesionistas que laboran en ellas. La labor aislada, por mas comprometida que esté a nivel personal, termina por colocarse en un atolladero en el que las ideas no circulan, no hay producción de conocimiento en el diálogo entre colegas y miembros de otras disciplinas. Esta situación, podemos hacer la hipótesis, no puede no reflejarse en una imposiblidad de los sujetos asistidos de producir algo diferente a partir de su condición inicial tras el evento traumático.
Esta línea de asociatividad curativa puede ampliarse también hacia la conformación de redes que articulen el trabajo en las instituciones con el de asociaciones civiles, universidades y otros actores sociales, vinculando la dimensión de la atención ante el trauma con la investigación, la formulacion de políticas públicas y acciones comunitarias, etcétera.







1Gaudillière, J. Y Davoine, F.
2Rodulfo, R.
3Cf. Dufour, R.
4En el sentido que Freud le da a esta noción: capacidad vinculante y asociativa entre ideas, representaciones y personas.
5Cf. Arendt, H. Los orígenes del totalitarismo.
6El burn out laboral se define como______
7Tosta, M. (2000)Psicopatología Fundamental. Escuta, Brasil.
8Análisis transaccional
9PNL, Hipnosis ericksoniana.
10Cura, en el sentido que M. Heidegger le da, retomando su sentido etimológico: cuidado, protección.   

jueves, 24 de marzo de 2011

Hacia un Encuentro Interdisciplinario: Patología y Clínica . Francisco Landa R


  

          Resumen


            Un encuentro es posible entre el campo médico y el campo de la psicología clínica orientada psicoanalíticamente. La propuesta de este texto toma como punto de partida la consideración de que  la interdisciplina no puede plantearse como la concurrencia de distintas intervenciones que suman y superponen sus métodos en busca de aumentar la efectividad; por el contrario, toda operación conjunta de saberes diferentes debe partir de una discusión que se pregunte ante todo por la coincidencia de los fines (ética), proseguir por un tejido fino de las articulaciones posibles a nivel conceptual entre ambas disciplinas (teoría), para –sólo por último, y sólo si es posible- arribar a la aplicación conjunta de métodos y procedimientos. Aquí se ensaya en este tenor un abordaje de algunos aspectos  que, desde mi práctica como psicoanalista en la escucha del sufrimiento corporal -en ocasiones ligado a enfermedades terminales-, me parecen ineludibles para plantear una posible confluencia interdisciplinaria entre médicos y psicoclínicos. La hipótesis propuesta es que no es posible plantear una cura del dolor del enfermo, y una preparación para su muerte sin contar con los elementos de una escucha de su voz y de las voces que hablan a través de su padecimiento, pero asimismo una escucha de la voz del pathos de curar que nos habita a quienes incursionamos en este campo.


1.      De la clínica de la mirada y la clínica de la escucha


 En la Grecia antigua, no era poco común que un médico recibiera a un extranjero enfermo. El no compartir la misma lengua implicaba una dificultad insalvable. En tales casos, el médico debía ensayar “otra” medicina: aquella que tuviera como fuente de los datos a considerar solamente la observación cuidadosa de los signos del cuerpo. No se contaba con la más valiosa herramienta para la formulación de un diagnóstico: el relato del paciente. Atender a un extranjero representaba un reto para la sagacidad del médico, para su capacidad de observación rigurosa y para su pensamiento inductivo. Pero también representaba una pérdida.
Medicina de extranjeros y de ciudadanos se practicaban de manera diferenciada.[i] ¿Qué podemos pensar a partir de esto? Les propongo una idea: Que el dolor habla, y es fundamental escucharlo.
El filósofo E. Nicol propone una traducción interesante para nuestro sufijo “logos, -logía”, que tan acostumbrados estamos a pensar como “tratado, estudio”: Él nos dice: logos es la voz. Les propongo que me concedan en esta lectura la libertad de traducir el logos presente en patología así, como “la voz...” la voz de pathos (que luego traduciremos también).
El dolor, les decía,  habla, y la medicina de ciudadanos, la medicina “completa”, por decirlo así, no puede prescindir de la escucha de la voz de aquel que sufre, que reporta el dolor.
Digamos como primer argumento que simplemente porque el prescindir de los elementos contextuales sobre la vida del paciente, la forma del dolor, los datos de frecuencia de los síntomas, que sólo nos pueden ser asequibles mediante el discurso del paciente –o de alguien de los suyos-.
Pero hay otro argumento que considero más pesado, más determinante. Tiene que ver con  definición de pathos. Esta palabra remite a un interesante campo semántico en nuestro idioma, que incluye: pasión, pasividad, padecimiento. A primera vista resulta extraño pensar que las tres palabras tienen algo en común, pero un pequeño análisis nos revela su parentesco: tanto aquel que es aquejado por una enfermedad como aquel que es presa de alguna pasión tienen en común justamente, encontrarse en una posición pasiva ante un agente externo que lo ha raptado. Tomados por el amor, por ese hermoso ser que se nos ha metido por los ojos; tomados por el virus, la infección, la discapacidad que se nos ha impuesto sin así haberlo elegido...
El ser pasivo, el ser pático, es habitado por la pasión como algo que, aunque pueda apropiarse, le viene de fuera, y se le ha impuesto limitado su autonomía y su poder de decisión y acción. La única potencia que le es accesible es la de dejarse cambiar, modificar su forma a partir de la acción del agente pático.

“Debemos contar con pathos. Debemos también aprender a sacar provecho de él. Sacar provecho de él significa transformarlo en experiencia, o sea, no sólo considerar pathos como un estado transitorio, sino también como algo que acrecienta o enriquece el pensamiento (...) Cuando eso sucede, pathos se transforma en patología, o sea, un discurso sobre el sufrimiento, las pasiones, la pasividad.”[ii]

El único medio que tiene una persona para enfrentarse a una situación en la que ha sido arrollado por una pasión  o por una enfermedad es pues, si no tiene los elementos para evadir la acción del elemento que se apodera de él, al menos la elaboración experiencial, donde

     “Experiencia aquí adquiere el sentido preciso de enriquecimiento, o sea, la experiencia es la posibilidad de pensar aquello que aún no ha sido pensado.”[iii] “Experiencia es la memoria reflexiva”[iv]

      Vemos aquí perfilarse ya lo que les he anunciado como la diferencia entre la clínica de la mirada y la clínica de la escucha. Clínica (de kliné, inclinarse –hacia aquel que está herido, postrado o dolido-), es una palabra que nos habla de un gesto, de una postura que ilustra un deseo de acercarse al lugar del que sufre. Si inclinados hacia el que sufre lo observamos cuidadosamente, y tras un detallado análisis de lo observado, le entregamos un tratamiento en silencio, hacemos clínica de la mirada. Clínica basada en evidencias. Si en contraparte recibimos un relato de cómo el sufriente vive su enfermedad, su padecer (su pasión), y si dejamos que se despliegue la voz del dolor, estamos haciendo clínica de la escucha.
            Ambas, hay que aclararlo, deberían ser pensadas como indisociables, al menos en el campo médico (el psicoterapéutico impone otras condiciones). Y aunque pareciera que la clínica de la mirada es la imprescindible, como la medicina de extranjeros griega lo muestra (se puede curar el cuerpo aún sin hablar con el paciente), la propuesta de este texto es que sin el complemento de la clínica de la escucha no es una clínica completa.
¿Porqué? Ante todo por una razón fundamental: Si practicamos solo la clínica de la mirada, estamos dejando a un lado la dimensión de la relación pática del ser humano con lo que lo aqueja, y lo más importante: estamos olvidando la importancia crucial que tiene la conversión del pathos en experiencia para poder sanar.
            La enfermedad terminal es un ejemplo claro de esto. El paciente que tiene gran probabilidad de morir en corto tiempo, de una enfermedad ante la cual la medicina no cuenta con una cura, se enfrenta a un impasse: el agente pático amenaza con borrar completamente su existencia. Si permitimos que la voz del dolor hable, que el paciente elabore, recree, signifique, en último caso dé sentido (incluso un sentido epopéyico, mítico  o místico) a su relación con el agente invasor, estaremos al mismo tiempo generando la posibilidad de que pathos se trasforme en experiencia. El sujeto que elabora su experiencia pática, al enriquecerse con la elaboración experiencial, ejerce la potencia implícita en la pasividad: cambiar, dejarse cambiar.
Quizá el moribundo no pueda sanar, ni le sea posible manifestar su potencia activa moviéndose, cambiando su entorno, ni su propio cuerpo. Pero mediante la elaboración discursiva de su padecer, podrá quizá antes de morir, y a partir de su enriquecimiento al enfrentar su estado, llegar a convertirse en otro, cambiar y enriquecer su ser a partir de esta experiencia.
            Pero me parece que lo mismo vale para cualquier enfermo, quizá incluso aún más para el que es aquejado por un padecimiento crónico: ¿Cómo podría dejar de empeorar, de recaer, incluso de aparentemente “provocarse él mismo el mal” quien no puede acceder a una historización, a una experienciación de su pathos –incluído recordemos lo que esta palabra implica de pasión, de relación amorosa- con su enfermedad?
            Para concluir este primer avance hemos de consignar una cosa  más: si hablamos de una clínica de la escucha, y cuando nos referimos a ella decimos que el pathos puede devenir experiencia, no podemos soslayar que hay una condición: que alguien pueda escuchar la voz del dolor:

Pathos se convierte en una prueba, y como tal, sólo a condición de que sea oída por un médico, porta en sí misma el poder de la cura. Eso nos muestra inmediatamente la posición del terapeuta. Pathos nada puede enseñar, por lo contrario, conduce a la muerte si no es oído por aquel que está fuera, por aquel que (...) se inclina  sobre el paciente  y escucha esa voz única disponiéndose a tener así, junto con el paciente, una experiencia que pertenece a los dos”[v]


2.      Vocación de curar, pathos de curar.


La relación entre pathos y experiencia no sólo es aplicable a la posibilidad del paciente
de expresar una potencia, una virtud[vi] y salir del estado pasivo al que la enfermedad lo reduce. Aquí les propongo pensar bajo la misma lógica la relación de los médicos y psicoclínicos con el pathos que nos define: la vocación de curar.
            La palabra vocación significa llamado: Elegir una práctica, una profesión, es responder a un llamado que representa un pacto, un contrato de nuestro psiquismo con el grupo cultural al que pertenecemos. Seremos reconocidos e identificados a cambio de entregar nuestro quehacer a la comunidad para ocupar el lugar de una voz que se ha apagado[vii]. Al responder a una vocación, nos hacemos portadores de ciertas voces de la historia, de las tradiciones, las cuales hacemos perdurar.
            Pero responder a una vocación también implica un diálogo con otro tipo de voces, más íntimas, voces que hablan de la historia temprana de cada uno, de la infancia y la familia. Nos dice la pediatra y psicoanalista F. Dolto:

            “La simpatía humana por los que sufren, origen de la elección de la carrera médica, es una sublimación que deriva directamente de la inquietud ante nuestro propio sufrimiento, sentido inconscientemente en el curso de nuestro desarrollo si estamos dotados de una sensibilidad que nos hace más vulnerables que a otros. Entre los medios de defensa empleados frente a este sufrimiento, uno de ellos y el más logrado es el interés  por aliviar el sufrimiento de los otros. Pues este interés en su origen no puede desprenderse más que de la proyección sobre los otros de lo que se experimenta en sí mismo.”[viii]
           
            La vocación de curar el dolor es pues en gran parte determinada por nuestra propia historia y nuestra inclusión en una familia, una cultura. Y por nuestro enfrentamiento con el dolor y el trauma en los primeros años. De esta manera, dedicarse a la clínica es también un pathos: algo externo a nosotros, bajo la forma de una voz destinal se nos ha impuesto, nos ha modificado, y le hemos dejado hacer: hemos permitido que ese algo nos vaya transformando en otros: médicos, psicólogos, psicoanalistas. Cuando decimos que nos apasiona nuestra carrera, nos referimos quizá sin saberlo a esta rica relación con nuestra vocación, por la que nos dejamos llevar en una relación de amor-odio equiparable a las que establecemos con nuestras otras pasiones: a veces dejándonos habitar, a veces rebelándonos contra ellas.
            La pregunta que quiero establecer a este respecto atañe a lo desarrollado en el apartado anterior: ¿En qué medida somos capaces de elaborar nuestro ser tomados por el pathos de curar – y por nuestro propio dolor- para conformar una experiencia, generar un enriquecimiento?
            Lo que hemos concluído en en primer apartado es que una persona puede estar habitada por un pathos y que nunca se dé una escucha del logos, de la voz de ese pathos. uno puede estar habitado por una pasión y nunca llegar a formularla como experiencia. Incluso ser llevado a la muerte por ella sin haber establecido una interlocución tomando la palabra como sujeto autónomo y deseante.
            ¿Cómo lograr que nuestro destino de sanadores no sea algo vivido pasivamente, dejándonos llevar por la inercia de una formación y de una práctica en donde el lugar de nuestro ser y de nuestra palabra –nuestra palabra sobre el dolor- queden acallados y eclipsados por los imperativos de efectividad, por las identificaciones imaginarias de status y supuesto-saber?
            Sé que estoy abordando una temática compleja y delicada. Para transmitir con mayor claridad esta idea me detendré en un ejemplo, una situación común en la práctica hospitalaria.
 A un paciente se le ha detectado cáncer avanzado, y se le debe comunicar el diagnóstico. ¿Cómo decirselo, cómo comunicarle, con qué palabras, el hecho de que es presa de una enfermedad con un muy probable desenlace terminal? El médico se encontrará ante una situación incómoda, debe mostrar su rostro, poner su cuerpo frente al paciente y su familia, actuar con todo su ser frente al dolor de aquellos que esperan de él una palabra definitiva.
            ¿Qué hago aquí, cómo debo proceder?, pensará el joven practicante, y apelará en algún sitio de su pensamiento a alguna referencia deontológica y metodológica: que alguien por favor le indique el procedimiento, qué es lo adecuado en estos casos.
            Desde nuestro punto de vista, la dificultad de dar la cara ante el dolor del otro no es un asunto reducible a una deontología. Se trata en cambio de una pregunta ética, en el sentido que sigue:
            No se puede enfrentar el dolor del otro –como un profesional de la salud- si no se ha enfrentado la relación con el propio dolor,[ix] si no se ha interpelado la propia vocación y se ha construido una experiencia a partir de ese pathos de curar. La virtud efectiva del  clínico  tiene que ver con aplicar la terapéutica correcta en el momento correcto (kairós). Pero la virtud ética del clínico tiene que ver con saber desde dónde se toman las decisiones: con un conocimiento profundo del lugar, de la propia posición ante la vida y la muerte cuando se da la cara al dolor del otro.

“Nuestra vocación no nace del querer estar junto al que sufre, sino por el contrario, de saber que con nuestra intervención médica podemos mejorar su calidad de vida y muerte. Esta experiencias puede ser tan satisfactoria en cuanto a la realización personal, que es en sí misma la que ayuda a salvar los momentos personales más difíciles. En resumen, nos exponemos al dolor no como simples observadores, sino con la finalidad de aliviarlo. Hay que conocer cómo vamos a reaccionar nosotros mismos ante el dolor y ante distintas situaciones de conflicto. Tengo que resolver el modo como veo mi propia vida  y enfrento mi propia muerte antes de poder acompañar efectivamente a otro...”[x]

            No se puede enfrentar el dolor del otro sin haber enfrentado el propio, construyendo de ésta gesta una experiencia, un saber, que puede ser más o menos teórico, pero sobre todo de carácter mito-poético epopéyico.[xi]
            Si no hay un trabajo de experienciación del propio pathos, el dolor del otro, del paciente ante el cual nos inclinamos, puede convertirse en una amenaza ante la cual nuestro psiquismo intentará lógicamente una defensa, que puede manifestarse como una asepsia comunicativa (evitar hablar de ciertos temas), o como una anestesia afectiva (evitar el contacto consciente con los afectos empáticos). Es una reacción normal de la función del Yo preservar las funciones de percepción-conciencia y raciocinio de la confusión y la disolución: ante el peligro de perder el control al entrar en contacto con el dolor del otro, trataremos de permanecer en el campo imaginario de nuestra “función profesional” y de la “neutralidad”.
            Pero ello solo ocurre si el dolor del otro nos remite a una forma de relación sufriente, no elaborada como experiencia, vivida como impotencia, con nuestro propio dolor, con nuestro propio pathos.
            Volveremos a esto en el último apartado.
           

3.      Angustia, amor y muerte


Ante el dolor como manifestación fisiológica, la farmacología y la medicina cuentan medios de acción. Ante el dolor como sufrimiento psíquico, médicos y psicoclínicos debemos trabajar conjuntamente, pues se trata de un campo muy complejo.
El sufrimiento psíquico se muestra en una formación particular que conocemos como angustia. A diferencia de la ansiedad y de otros malestares, la angustia refiere a un estado parecido al pánico, a un miedo indiferenciado e inombrable, que va más allá de las causas aparentes que en la realidad podrían causarlo. La angustia es un afecto que amenaza directamente al Yo como formación psíquica encargada de mantener la unidad imaginaria del sujeto y su identidad social. Nuestro Yo, que nos conforma pero que no equivale a todo lo que somos, siente angustia cuando se ve en peligro de mutilación de una de sus funciones (motilidad, pensamiento, utilización autónoma de los sentidos), o cuando de plano le amenaza la disolución total. La angustia también se presenta cuando el Yo se ve descalificado por las instancias morales, al efectuar alguna conducta vergonzosa, o al no responder a una expectativa, a un Ideal al que se creía identificado.
Ante la enfermedad grave, ante la inminencia de la muerte o de la devastación del cuerpo, la angustia sienta sus reales  en el ámbito clínico. Al corresponder a estados de los que el Yo no puede dar cuenta, que no puede representar con palabras, al remitirnos a un más allá de lo que creemos y sabemos ser como sujetos del lenguaje, el estado angustioso es un material difícil de identificar, de aprehender y de maniobrar. Además, suele manifestarse en una lógica de contagio particular: Un sujeto angustiado suele desencadenar la angustia de los que le rodean, ya sea porque se con-funden con la sensación de peligro pánico[xii] que él está viviendo, o porque se sienten culpables de no poder responder a su dolor.
La angustia es pues un tema central si queremos abordar la clínica desde un punto de vista pato-lógico como el que venimos planteando. Hemos dicho que una clínica de la escucha, complementaria con la de la mirada, debe dar lugar a la aparición de la voz del dolor como elaboración experiencial, activa y virtuosa del sujeto ante la invasión de su existencia por un elemento exterior que lo avasalla. Hemos dicho también que el médico y el psicoclínico, para estar en condiciones de acercarse al dolor del padeciente como algo más que técnicos de la salud del organismo, deben elaborar su propio pathos de curar, gestado en la relación con las propias vivencias de dolor. ¿Qué quiere decir ésto? Que la angustia es el aspecto negativo a trabajar si se trata de la clínica del dolor y el sufrimiento psíquico.
¿A qué nos referimos con negatividad? Debe ponerse especial atención a que la angustia no es un estado “malo” que habría que evitar. No es ese el sentido de negatividad que quisiéramos transmitir. La angustia, por el contrario, es una reacción humana al riesgo de la disolución de las funciones yoicas del sujeto.
El asunto que nos plantea la angustia no es el de su eliminación o su evitación, sino el de qué pregunta nos representa. Y me parece que la pregunta, el enigma que nos deja la angustia es: ¿Qué somos más allá del Yo?        
Desde mi punto de vista, el psicoanálisis como práctica y como teoría plantea la posibilidad de transitar ese enigma. Pero no sólo en esta disciplina es asequible su abordaje: la mayor parte de las tradiciones espirituales, míticas y religiosas con que contamos se acercan a su planteamiento desde otro punto de vista. Mi impresión es que quienes estamos habitados por el pathos de curar estamos en posibilidad de recurrir a alguna de las tradiciones que brindan tiempo y espacio para hacerse esta pregunta, que he descrito en términos puramente psicológicos ¿Qué soy allí donde dejo de existir como un yo unificado, autónomo y pensante?
Hemos dicho párrafos atrás, de manera muy apresurada que la voz del dolor, o el dolor como voz sólo aparece cuando hay alguien dispuesto a escucharlo. Y es que precisamente, al estar el dolor extremo siempre acompañado de la angustia como posibilidad, no es en absoluto fácil proponer su escucha. La angustia suele funcionar como un agujero negro que –como aquellos que en el universo engullen la materia- engulle el sentido que se intenta formar en torno a él. Por ello, una clínica de la escucha, sobre todo en los casos de enfermedad terminal, o de la clínica del cuerpo lastimado[xiii] sólo podrá realizarse por médicos y psicoclínicos que hayan hecho una travesía por la pregunta sobre su propia angustia en relación con su Yo. Hay autores como Dolto que proponen que todo médico debería psicoanalizarse. Yo me restringiría a proponer un tránsito por ese cuestionamiento en algún espacio protegido que su grupo cultural le ofrezca. Y por lo que toca a los psicólogos clínicos, no dejaré de insistir en la necesidad, soslayada siempre en la formación universitaria, de que cursen una terapia profunda.
Por otra parte, en el último apartado hablaremos de los espacios que pueden ser pensados para la elaboración conjunta de la angustia en el ámbito hospitalario.
Pero antes de llegar a ese punto, debemos añadir algo más respecto a la escucha de la voz del dolor. Como se desprende de lo recién mencionado, no solo es requerido que el tratante, -el patólogo, en el sentido que proponemos- cuente con un pasaje experiencial por su propia angustia.
Así como el que atiende el sufrimiento humano debe contar con un lugar de elaboración, sea un psicoanálisis, un espacio religioso, creativo o espiritual  de otro tipo, también la escucha del paciente por el médico o psicoclínico exige un encuadre particular.
            La lógica del hospital impone sin embargo exigencias que es difícil eludir y que dificultan el sostenimiento de este tipo de espacios: Los médicos y psicólogos deben responder ante los pacientes, sus familiares, sus superiores y sus colegas y compañeros, y además ante sus propios ideales por un trabajo efectivo contra la enfermedad. Dentro de las múltiples demandas que debemos sumar a esta lista se encuentran por supuesto las directrices morales que exigen del médico una labor humanitaria y amable. En el marco de todo esto, sobre todo en  los hospitales públicos, una sobresaturación de trabajo que orilla a la atención de cada paciente en  los más breves minutos.
            Todas estas expectativas, estas demandas cruzadas generan un campo  tensional que dificulta la posibilidad de que aparezca una dimensión de escucha de la voz del dolor. Escucharla, hacer pato-logía, implica entrar y comprometerse en un espacio de hospitalidad y amor transferencial en el que el ser de ambos, tratante y paciente, participa en un enriquecimiento experiencial compartido que debe mantenerse tanto como sea posible al margen de las exigencias de curación efectiva. Se trata de un espacio de significación, de generación de sentido en el que los dos participantes dan forma a su pasaje por la angustia de enfrentar la muerte y la devastación, cada uno desde su lugar. En ese encuentro el médico no tendrá que hablar al paciente de su propia experiencia, más que en momentos privilegiados, si él lo decide. Pero podrá ofrecer  -además de su saber-hacer propiamente terapéutico-  una compañía que proporcione contención y posibilidad de elaborar el pasaje por la angustia.  En este acompañamiento,  dar la cara podrá representar quizá algo muy simple: tan solo la presencia silenciosa, la toma de la mano, la mirada solidaria. Se trata de un  nivel de la cura diferente al que estamos acostubrados a pensar: aquel que el filósofo M. Heidegger llamaba la sorge: curar en el sentido de cuidar el ser.[xiv]


4.      Posibles articulaciones, nuevos espacios.


Establecer un campo común de referentes éticos, que preparen un posible sentido común para médicos y psicoclínicos del trabajo en hospitales resulta complejo y es necesariamente una tarea extensa, pues exige la mayor claridad posible. Hemos intentado a lo largo de este texto proponer también algunos conceptos –o algunas traducciones de conceptos- que puedan servir como referentes teóricos, como conceptos compartibles por ambas prácticas. En este último apartado presentaremos algunas propuestas para abordar la articulación interdisciplinaria en su otro nivel: el metodológico.
¿Qué trabajo pueden realizar juntos, proponiéndose conjuntar la clínica de la mirada y la clínica de la escucha, un psicoclínico y un médico?
Una primera propuesta consiste en revalorar el lugar de una inapreciable aportación de la tradición médica: la anamnesis. Este instrumento representa el lugar por antonomasia para la escucha de la voz del dolor. En mi experiencia de trabajo con un grupo de médicos,  psicoanalistas y acompañantes terapéuticos, he constatado el valor de contar con un relato hitórico del dolor que incluso abarque dos generaciones atrás del paciente identificado. Es sorprendente para el investigador, y llega a tener efectos incluso de remisión de enfermedades graves para los pacientes, descubrir que el pathos de las vías digestivas, respiratorias, de los órganos reproductores, etcétera, se ha enlazado como hiedra en el árbol familiar, aquejando de distintas formas a sus miembros. Acompañando a la trasmisibilidad genética, o en gran parte de los casos sin que ésta exista, puede a partir de una escucha detallada hacerse patente la concomitancia de la aparición de una forma de enfermar con una forma de lo que los psicoanalistas llamamos gozar[xv]. Al hacer esta lectura se evidencia que los accidentes y enfermedades que han llevado al paciente al hospital, a veces al borde de la muerte,  se encuentran muy enlazados con la manera en que éste sujeto, en su historia familiar se ha  relacionado con el placer y con la pulsión de muerte, entendida como la tendencia a eliminar el deseo y su tensión. Existe pues una zona en la que aparentemente se contradice nuestro deseo “natural” de vivir, y, en la lógica de pathos, los seres humanos tendemos a lastimarnos y a enfermar como una forma de poner en acto, de mostrar algo en nuestra historia que no podemos expresar de otra manera: un pathos que no ha tenido voz, que no ha sido escuchado.
El efecto curativo de la historización de la enfermedad, que equivale a lo que hemos llamado la elaboración experiencial, de pronto aparece como mágico y provoca escepticismo en quienes buscan evidencias concretas. Pero se debe en esos casos a algo muy simple: ha habido un médico y/o un equipo tratante que han invitado a esa voz silenciosa, enquistada en un cuerpo, a hablar.  Remitimos para este tema al trabajo ya citado de Fernández, H, así como a la investigación que el Mtro. Alfredo Flores lleva a cabo en la Universidad Nacional Autónoma de México campus Iztacala[xvi].
¿Hasta dónde podemos pensar la colaboración entre el médico y el psicoclínico en la construcción de estos ejercicios de anamnesis ampliada y en su consecuente análisis? En esta área me parece que los ateneos clínicos en los que cada tratante participa en términos de igualdad, son el mejor espacio para enriquecer la visión de cada uno de los ellos y acercarse a una visión pato-lógica integral del caso.
El aprendizaje de la jerga usada por otras disciplinas debe darse por supuesto en el estudio de textos o en cursos de capacitación, pero lo más importante no es convertirse en experto en campos distintos al nuestro. Lo más importante, me parece, es el encuentro humano en el que cada profesional trata de comunicar, de la manera más clara posible, con palabras simples y llanas, su apreciación de los elementos en juego en el desarrollo de un padecimeinto en cierto paciente y su visión sobre el pronóstico y la terapéutica. De la misma manera, expresar claramente, sin temor a la descalificación narcisista, los límites de la propia comprensión.
Esto último es crucial: pues suele ser ahí donde el saber de los expertos hace silencio, donde resulta necesario acudir con el paciente a proseguir la tarea:  retomar el hilo de esa voz de pathos, que seguramente tiene algo más que decir.
Como pueden darse cuenta, de esto último se desprende que la anamnesis se entiende aquí como una labor conjunta de los diversos profesionales involucrados en la atención del paciente, pero además del paciente mismo como investigador de su propia relación con su enfermedad.
De hecho, el centro mismo de esta construcción conjunta de un sentido del padecimiento es el paciente. De hecho, de darse el caso de discrepancias insalvables entre diversos especialistas en torno a qué tratamiento debe asignarse, es la voz del paciente la que, contando con la información suficiente, debe ser concluyente. En términos del psiquiatra brasileño J. Freire, se trata de una propuesta que privilegia una ética de la interlocución por sobre una ética asistencial, dejando ésta última para casos límite en los que el paciente no se encuentra en condiciones de decidir.[xvii]
            Además del trabajo de historización de la enfermedad, teniendo como eje la anamnesis médica,  existen otras posibilidades de trabajo conjunto cuya aparición dependerá de los actores particulares en cada hospital, así como de las condiciones que imponga el contexto institucional. Pienso por ejemplo en espacios y dispositivos como talleres de historización de la vocación de curar, espacios de contención para el equipo tratante (en los que se hable de la implicación personal ante momentos críticos de los pacientes); o bien de formas más académicas como cursos especiales de medicina para psicólogos, de psicología para médicos, etcétera.
            Las posibilidades que aquí se esbozan representan experiencias que son llevadas a cabo ya por algunos colegas en distintos centros hospitalarios[xviii]. Desafortunadamente, este trabajo es realizado de manera aislada y desarticulada, y depende más de iniciativas y esfuerzos grupales que de estrategias institucionales. Sin embargo, creo que vale la pena tratar de poner en contacto estos intentos, de sostenerlos por lo que representan, de apostar por ellos. Una red médico-psicológica de formalización de la experiencia y de elaboración teórica interdisciplinaria espera ser puesta en marcha.
            Las dificultades seguramente son grandes, pero quizá valga la pena perseverar en el intento. La posibilidad de que una clínica de la escucha recupere su lugar junto a la clínica de la mirada, de que el dolor de los enfermos pueda convertirse en una experiencia de curación, no podrá pensarse sino a condición de que nuestra voz, nuestras experiencias de trabajo sean escuchadas, más allá de que la lógica de nuestra formación o de nuestra práctica (clínica o académica) suela por su naturaleza excluir nuestra historia, nuestro pathos, y sobre todo nuestra voz, en aras de un privilegio del “desempeño de calidad”.
            El trabajo con el sufrimiento extremo, con la muerte, y la cercanía con la angustia como manifestación límite de lo humano, nos deja sin embargo, ineludiblemente, una pregunta por nuestra vocación y por la posición que tomamos ante los otros a partir de nuestra propia finitud. Podemos permanecer en silencio ante esa pregunta. O podemos permitir que responda una voz..

                                                                              Santiago de Querétaro, Diciembre de 2003.




§ Francisco Landa R.
Psicoanalista, Dr. en Psicología.
Especializado en padecimientos psicosomáticos en adultos y niños.
 Docente investigador del Centro de Estudios Psicoanalíticos Mexicano A.C.
                                                                            Atención clínica en las ciudades de México y Querétaro Cel. 442 157 97 52
landaziz44@yahoo.com.mx

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[i]               Platón, Las leyes.
[ii]              Tosta, M.  (1998) O que é psicopatología fundamental  En Revista latinoamericana de psicopatología fundamental  Vol I, # 1, Pontificia Universidade Católica de Sao Paulo, Brasil, p54
[iii]              íbid, p. 57
[iv]              Garibay, R. Comunicación personal.
[v]                      [v] Íbid|Tosta, M. , op. cit, p. 55
[vi]              En su origen, la palabra virtud deriva del latín uir, referene a la potencia viril. Ver Quignard, P. (2000) Le sexe et l’effroi. Gallimard, Francia.
[vii]             Cf. Aulagnier, P. (1977) La violencia de la interpretación. Amorrortu eds, Argentina (ver cap. 4 El contrato narcisista)
[viii]            Dolto, F. (1989) Seminario de Psicoanálisis de Niños, Siglo XXI, México. P.53
[ix]              Por supuesto aquí concebimos al dolor como un vivido por el sujeto psíquico como anticipación de su finitud y de su muerte.
[x]              Testimonios de Médicos que atienden pacientes terminales. Investigación parte de la materia Intervención Psicológica a pacientes terminales. UVM-Querétaro.
[xi]              Tosta, M. Op. Cit.
[xii]             La palabra pánico remite a “lo que está en todas partes”.
[xiii]            Recomendamos en este campo la lectura de Fernández, H. (1999) La clínica del cuerpo lastimado: una e(ró)tica. www.psiconet/relatos2
[xiv]            Heidegger, M. (1980) Ser y Tiempo. Fondo de  Cultura Económica, México. Para este filósofo, el ser es un enigma abismal común a todos, cuyo cuidado compartimos los hablantes.
[xv]             Goce: En el deseo la pulsión y la necesidad deben pasar por el lenguaje y la Ley que regula los intercambios entre los seres humanos. En el goce, en cambio, se toma un camino corto, incluído el autoerótico, en el que la libido circula sin ser regulado su intercambio. Esto incluye formas de relación autodestructiva con el propio cuerpo –en zonas privilegiadas de circulación libidinal- donde el deseo muestra su forma límite: buscar su propia eliminación
[xvi]            www.iztacala.mx.unam/investigacion.
[xvii]            A este respecto ver: Landa, F (1999) Ética y teoría del sujeto en las prácticas de transformación subjetiva. En: Jacobo, Z (comp) El sujeto y su odisea. UNAM, México, donde se discuten las tesis de Freire.
[xviii]           Ver Quiroz, F (2003) ¿Puede llevarse a cabo una intervención psicoanalítica en un centro hospitalario? Centro de Estudios Psicoanalíticos Mexicano, A.C. Inédito.